Hace dos años me convertí en una cobarde. Fue nacer mi primer hijo y morir de miedo. Cada noche, desde entonces, entraba en su habitación no fuera a ser que se lo hubiera llevado alguien (un monstruo, un vecino, qué sé yo). Apagaba el telediario por miedo a ver tantas cosas feas que pasan en el mundo y ya ni siquiera entraba en Facebook con todos esos dramas virales que copan los muros y que la gente gusta tanto de compartir: la madre que murió tras dar a luz, ese padre con cáncer que escribe el último post de su vida, aquellos dos que se cayeron al vacío haciéndose un selfie…
Pero la vida no se puede controlar, y un día, una se encuentra con que Juan, recién cumplidos los ocho meses, tiene síntomas claros de tener leucemia. Punción medular, y desde entonces, casi tres semanas de pruebas y analíticas en nuestra suite de la planta baja, en la unidad de Oncología. ¿Miedo dice? Pues tome taza y media. Yo, que no sabía ni para qué servía la médula ósea, ahí me tienen empollándome el vademécum con sus leucocitos y plaquetas, y hablando con los médicos cual alumna aventajada de un capítulo de House.
Ayer, mientras dormitaba encima de mis gafas nuevas (descuajeringadas están, las pobres), entró la médico corriendo en la habitación y nos dio la mejor de las noticias: Juan tiene un síndrome raro parecido al cáncer, pero no es primario. Lo ha provocado un virus, y aunque el proceso será largo, se cura, ¡se cura! Aprieto la mano al amore y cuando nos quedamos solos agarro a Juan tan fuerte que me pega en la cabeza con su cabestrillo para que le deje en paz.
Hace dos años me convertí en una cobarde, tenía miedo a vivir. Porque qué quieren que les diga, la vida es así de perra. Todos nos vamos a morir y en el hospital la gente llora por las esquinas. Yo he llorado por las esquinas como una magdalena, y mientras por Instagram todo el mundo felicitaba el ánimo con que llevaba las cosas, la verdad de la vida es que estaba hecha un felpudo. La parte buena del asunto es que el felpudo de lejos da miedo, pero en propias carnes no es tan malo. Me explico:
- He pasado más tiempo con Juan que en los últimos tres meses. Estar sentada con él achuchado en mis brazos, sin nada más que hacer, ya hace que valga la pena. En realidad, no hay tanto trabajo ni es todo tan urgente.
- Me he vuelto a coger fuerte de la mano del amore como no lo hacía en mucho tiempo. Hemos llorado juntos pero nos hemos partido de la risa hablando de tontadas en nuestra suite. El sentido del humor es mágico y crece como de la nada en situaciones límite.
- La unidad de Oncología es preciosa, tiene sofás amarillos, juguetes por todas partes y los niños, en su dolor, son felices. María come tostadas con mermelada mientras ve la película “Barbie en Navidad”, Santi nos cuenta que de mayor quiere ser médico y Juan, de mala leche con los corticoides, se come un peluche.
- Con el mal trago, me he zampado cada caja de bombones que ha entrado en nuestra suite. Toblerones, caja roja, bolas de Lindt… las penas con chocolate son menos penas, pero creo que conviene ir introduciendo el salado en las visitas a los enfermos: jamón de Jabugo, lomo, croquetas… yo solo doy ideas.
- Bailar ayuda. Al menos a mi, que me venía abajo por cualquier minucia, si daba saltitos podía evitar romper a llorar de nuevo. Mientras esperábamos a que acabara la primera punción, estuve bailando el Coyote Dax en la sala de espera. “No rompas más mi pobre corazón” se ha convertido en la banda sonora de mi vida.
La vida duele, el amor duele, los hijos duelen un riñón… No hay láminas bonitas en Pinterest que nos lo avisen, pero es así. Y cuando se descubre, uno se da cuenta de que el dolor, a sorbos, no duele tanto. Que de todo lo malo, salen cosas buenas. Y que como dice Anne-Dauphine Julliand, paso a paso, podemos subir hasta el Everest en tacones.
Gracias a todos por estar ahí, por los mails, los comentarios, los whatsapps, los rezos, las velas, los bombones, los jamones, los cigarros de extraperlo, el Hola, Vogue y el Diez Minutos… aún nos quedan días en nuestra suite pero con gente como ustedes, es todo mucho más fácil. Créanme, la vida es una verbena a pesar de la música que toquen. Hoy nos toca Juan y la orquesta desafina, pero es nuestra fiesta, él se ríe, y yo pienso seguir bailando.
Pd: este post que escribí hace un año está más presente que nunca.